En una de las principales calles de la ciudad de México, se encontraba una lujosa tienda de antigüedades.

El dueño era el señor Michel Taunus, un rico comerciante considerado muy listo en los negocios.

Un día entró a su tienda un joven alto y delgado, que parecía ser músico, pues traía entre sus manos un estuche que contenía un violín. El joven buscaba, por encargo de su tío, unos adornos que donaría a una iglesia. El señor Taunus le mostró lo mejor que había en la tienda y el joven anotó los precios de algunos artículos. Antes de salir, le pidió al dueño que le guardara su violín, ya que aún tenía que cumplir otros encargos y no quería que se maltratara, por ser un recuerdo de su padre. Don Michel tomó la caja con el violín y la colocó dentro de una de las vitrinas para que nadie la tocara.

A la mañana siguiente, un señor vestido elegantemente entró a la tienda, se detuvo frente a la vitrina donde se encontraba el violín y pidió que se lo mostraran. Después de revisarlo minuciosamente, expresó:

—¡Este violín es único! Véndamelo.

El distinguido señor le insistió a Don Michel para que se lo consiguiera al precio que fuera, prometiéndole volver al día siguiente y darle una buena gratificación si lo conseguía.

Esa misma tarde llegó el joven; Don Michel le entregó la caja y al mismo tiempo le propuso comprarle su violín. El joven le contestó que no le interesaba venderlo. Don Michel, tratando de convencerlo, le ofreció seiscientos mil pesos.

No señor —contestó el joven—, ni por el doble lo he querido vender. Es el único recuerdo que tengo de mi padre y, aunque soy muy pobre, no quiero desprenderme de mi violín.

Don Michel hizo el último intento; sacó un millón de pesos y le dijo: Este es mi último ofrecimiento.

El joven tomó el dinero, aparentemente conmovido y salió apresuradamente.

Transcurrieron ocho días sin que el elegante señor interesado en comprar el violín se presentara a cumplir su promesa.

Ese día entró a la tienda un famoso violinista extranjero que había llegado a México. Don Michel aprovechó la oportunidad para preguntarle si efectivamente el violín era tan fino y costoso como le habían dicho. El violinista lo sacó del estuche, lo revisó y le dijo: Esto es una basura, con cinco mil pesos estaría bien pagado.

Cuando se quedó solo el avaro comerciante, miró el violín diciendo: ¡Qué tonto he sido, más de un millón de pesos he pagado por esta lección de violín!